¿Realmente inocente?
Cuando pensamos en Disney, probablemente nos vienen a la cabeza recuerdos de infancia, personajes entrañables y aventuras divertidas. Pero ¿y si te dijera que detrás de esos colores brillantes y esas historias simpáticas se esconden mensajes mucho más profundos de lo que aparentan? El libro Para leer al pato Donald nos lanza justamente esa advertencia: lo que parece inocente puede ser, en realidad, una poderosa herramienta ideológica.
Uno de los aspectos más llamativos que analiza el texto es cómo los personajes infantiles —como los famosos sobrinos de Donald— representan modelos de obediencia, trabajo sin cuestionamiento y consumo constante. En lugar de ser personajes libres o críticos, actúan como piezas funcionales dentro de un engranaje más grande: el sistema capitalista. Viven para trabajar, consumir y aceptar las normas sin rebelarse. Esta imagen, disfrazada de normalidad, transmite valores que moldean la forma en que los niños (y los adultos) entienden el mundo.
Y es que la familia en el universo Disney está bastante... distorsionada. No hay madres, no hay afecto profundo, no hay comunidad real. Predomina una estructura donde lo importante es funcionar, no sentir. En ese sentido, estas historietas reflejan una sociedad donde lo emocional queda relegado, y lo económico se vuelve el verdadero centro de gravedad. Las relaciones se construyen con base en la utilidad, la competencia y el rendimiento. No es coincidencia: esta lógica es el corazón del pensamiento capitalista.
Además, el libro señala cómo se construyen imágenes de niños “ideales”: obedientes, inocentes, pasivos, fácilmente moldeables. Son personajes diseñados para adaptarse al sistema, no para cuestionarlo. A esto se le suma la figura del “buen salvaje” y del “subdesarrollado”, estereotipos que tienen raíces en el colonialismo y que siguen siendo reciclados en las historias de Disney. Se representa a los pueblos originarios y a las clases bajas como atrasados, ignorantes o ingenuos, necesitados de la intervención civilizadora del mundo desarrollado.
Esto nos lleva al papel del “paracaidista”, ese personaje que llega a un territorio desconocido como si no hubiera historia, cultura ni conflicto detrás. Su rol es “llevar progreso”, imponer valores, enseñar sin aprender. Es el reflejo de una mirada colonialista que ve al otro como objeto de conquista, no como sujeto con voz propia. De nuevo, todo esto aparece edulcorado con humor, aventuras y sonrisas, pero el mensaje que queda es potente y, muchas veces, peligroso.
Las historietas de Disney, en este sentido, actúan como verdaderas “máquinas de ideas”. No solo cuentan cuentos: producen sentido, generan hábitos de pensamiento y legitiman un orden social específico. Nos muestran un mundo sin historia, donde todo está congelado en un presente eterno. No hay cambio, no hay revolución, no hay memoria. Y al eliminar la posibilidad de imaginar alternativas, refuerzan la idea de que el sistema actual —con todas sus desigualdades— es el único posible.
Por eso es tan importante leer estos relatos con una mirada crítica. No para dejar de disfrutarlos por completo, sino para entender que también son parte de una maquinaria ideológica que moldea cómo percibimos la realidad. Como dijo alguna vez Michel Foucault, el poder no siempre se impone por la fuerza; muchas veces se cuela en los discursos, en las imágenes, en lo que damos por hecho. En este caso, incluso en las páginas de un cómic para niños.
Entonces, la próxima vez que veamos al Pato Donald y compañía corriendo en busca de aventuras, tal vez valga la pena preguntarnos: ¿qué mundo nos están mostrando?, ¿qué verdades están ocultando?, ¿y qué posibilidades de cambio están bloqueando sin que nos demos cuenta?
Comentarios
Publicar un comentario